¡Un nuevo día! Los primeros rayos del sol aparecían entre nuestras cortinas, y nos levantamos, aún medio dormidos, hasta asomarnos por el balcón de nuestra habitación.
Lo primero que sentimos fue la característica sensación de calor; sensación, que ya nos acompañaría durante toda nuestra estancia.
En el comedor, nos esperaba un refrescante, dulce y multicultural desayuno...compartiendo tostadas, croissants y bollos con los desayunos aceitosos puramente americanos, huevos y patatas fritas, beicon y todo tipo de salsas. Obviamente, nos sedujo la idea de probar algo nuevo pero tal vez por no estar acostumbrados, rechazamos la idea y nos comimos nuestros bollos.
Así, nos esperaba un largo día del que disfrutar; nuestro primer destino isleño de la jornada sería la cercana ciudad de Ibiza, a unos 5 o 6 kms de distancia.
En pocos minutos, gracias a un taxista que nos cobró lo suyo, llegamos a los pies de Dalt Vila. Allí estaba, ante nosotros, una muralla que separaba la ciudad antigua de la ya moderna, dándonos la bienvenida un túnel que la atravesaba, llevándonos hacia su interior.
Me quedé maravillado, las míticas casitas ibizencas de un blanco resplandeciente me saludaban, con sus ventanas llenas de flores de colores y todo ello acompañado de gentío y de un marco de piedra, apenas asfalto, que hacían de la zona antigua la más atractiva en ojos de bohemia.
Sin saber por donde empezar, llenos de gozo, comenzamos a recorrer el Dalt Vila dejandonos llevar por la estructura amurallada.
En aquel momento no eramos conscientes de que estábamos recorriendo una ciudad Patrimonio de la Humanidad, pero tras mi experiencia personal y siendo lo más objetivo posible, cosa difícil tratándose de la que considero ya mi isla, merece el título que ostenta.
Quizá por ello querréis quedaros y descubrir en post posteriores, pequeños retales de mis vicencias, dedicados únicamente a la isla que se abrió a mi con toda su gala, envolviéndome y embelesándome, con todo su mimo.
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