¡Llegamos! Al fin estábamos allí, en la plaza, poco antes nos habíamos parado en unas pequeñas tiendas a comprar postales; era una zona idílica, sin apenas gente, agradable, especial, y la catedral sin inmutarse allí estaba, parada como tanto tiempo había estado ya, sencilla y humilde pero con encanto. Pronto descubrimos una pequeña callejuela que nos llevaba hacia un horizonte de mar; hacia allí nos dirigimos, intentando descubrir que sería lo próximo que me estremecería los sentidos.
Y no nos decepcionó, lo visto hasta entonces podría haber sido un pequeño guiño a lo que se mostraba ante nosotros; una gran vista al mar nos seducía y el azul del agua nos mantenía ensimismados en aquella visión tan perfecta.
Solamente el corre-corre de una pequeña lagartija (paradójicamente el símbolo de Ibiza) nos alejó de nuestro asombro, al acercarse a nosotros correteando por la muralla para después terminar huyendo entre unas zarzas.
Seguimos caminando alrededor del algarve para continuar asombrándonos con la panorámica de la isla; lo cierto es que durante nuestra caminata llegamos al Baluard de Sant Jordi, uno de los baluartes con los que consta la muralla de Dalt Vila y que estratégicamente servía como defensa (junto con el resto) en caso de luchas; así, aun conserva los cañones (ahora ornamentarios) de antaño, para acercarnos a una época de la que nos alejamos cada año.
Más cerca se observaban Ses Salines, saludándonos a lo lejos con el resplandor del sol mediterráneo en sus aguas tranquilas.
Después de todo, seguimos descendiendo hasta llegar a una pequeña plaza, una de las más bonitas de Dalt Vila, la Plaça del sol. Lo cierto es que nos encandiló, pero cansados, decidimos seguir bajando, prometiéndonos que volveríamos otro
Llegaba la hora de comer.
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